URGENCIAS FUNERARIAS 24HS : 379 4579414

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La Muerte Según: El Cristianismo

La concepción antropológica característicamente cristiana ofrece una concreta manera de entender el sentido de la muerte. Como en la antropología cristiana el cuerpo no es una cárcel, de la que el encarcelado desea huir, ni un vestido, que se puede quitar fácilmente, la muerte considerada naturalmente no es algo deseable para ningún hombre ni un acontecimiento que el hombre pueda abrazar con ánimo tranquilo sin superar previamente la repugnancia natural.

Nadie debe avergonzarse de los sentimientos de natural repulsa que experimenta ante la muerte, ya que el mismo Señor quiso padecerlos antes de su muerte y Pablo testifica haberlos tenido: «no queremos desvestirnos, sino revestirnos» (2 Cor 5, 4). La muerte escinde al hombre intrínsecamente. Más aún, porque la persona humana no es solamente el alma, sino el alma y el cuerpo esencialmente unidos, la muerte afecta a la persona.

Lo absurdo de la muerte aparece más claro si consideramos que en el orden histórico existe contra la voluntad de Dios (cf. Sab 1, 13-14; 2, 23-24): pues «el hombre si no hubiera pecado, habría sido sustraído» de la muerte corporal. La muerte tiene que ser aceptada con un cierto sentido de penitencia por el cristiano que tiene ante los ojos las palabras de Pablo: «el salario del pecado es la muerte» (Rom 6, 23).

También es natural que el cristiano sufra con la muerte de las personas que ama. «Jesús se echó a llorar» (Jn 11, 35) por su amigo Lázaro muerto. También nosotros podemos y debemos llorar a nuestros amigos muertos.

La repugnancia que el hombre experimenta ante la muerte, y la posibilidad de superar esa repugnancia constituyen una actitud característicamente humana, completamente diversa de la de cualquier animal. De este modo, la muerte es una ocasión en la que el hombre puede y debe manifestarse como hombre. El cristiano puede además superar el temor de la muerte, apoyado en otros motivos.

La fe y la esperanza nos enseñan otro rostro de la muerte. Jesús asumió el temor de la muerte a la luz de la voluntad del Padre (cf. Mc 14, 36). Él murió para «libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb 2, 15). Consecuentemente puede ya Pablo tener deseo de partir para estar con Cristo; esa comunión con Cristo después de la muerte es considerada por Pablo en comparación con el estado de la vida presente como algo que «es con mucho lo mejor» (cf. Flp 1, 23). La ventaja de esta vida consiste en que «habitamos en el cuerpo» y así tenemos nuestra plena realidad existencial; pero con respecto a la plena comunión posmortal «vivimos lejos del Señor» (cf. 2 Cor 5, 6). Aunque por la muerte salimos de este cuerpo y nos vemos así privados de nuestra plenitud existencial, la aceptamos con buen ánimo, más aún podemos desear, cuando ella llegue, «vivir con el Señor» (2 Cor 5, 8). Este deseo místico de comunión posmortal con Cristo que puede coexistir con el temor natural de la muerte, aparece una y otra vez en la tradición espiritual de la Iglesia, sobre todo en los santos, y debe ser entendido en su verdadero sentido. Cuando este deseo lleva a alabar a Dios por la muerte, esta alabanza no se funda, en modo alguno, en una valoración positiva del estado mismo en que el alma carece del cuerpo, sino en la esperanza de poseer al Señor por la muerte. La muerte se considera entonces como puerta que conduce a la comunión posmortal con Cristo, y no como liberadora del alma con respecto a un cuerpo que le fuera una carga.

En la tradición oriental es frecuente el pensamiento de la bondad de la muerte en cuanto que es condición y camino para la futura resurrección gloriosa. «Si, por tanto, no es posible sin la resurrección que la naturaleza llegue a mejor forma y estado: y si la resurrección no puede hacerse sin que preceda la muerte: la muerte es algo bueno en cuanto que es para nosotros comienzo y camino de un cambio para mejor». Cristo con su muerte y su resurrección dio a la muerte esta bondad: «Como extendiendo la mano al que yacía, y mirando por ello a nuestro cadáver, se acercó tanto a la muerte, cuanto es haber tomado la mortalidad, y con su cuerpo dio a la naturaleza el comienzo de la resurrección». En este sentido, Cristo «cambió el ocaso en oriente».

También el dolor y la enfermedad que son un comienzo de la muerte, deben asumirse por los cristianos de una manera nueva. Ya en sí mismo se llevan con molestia, pero todavía más en cuanto que son signos del progreso de la disolución del cuerpo. Ahora bien, por la aceptación del dolor y de la enfermedad permitidos por Dios, nos hacemos partícipes de la pasión de Cristo, y por el ofrecimiento de ellos nos unimos al acto con que el Señor ofreció su propia vida al Padre por la salvación del mundo. Cada uno de nosotros debe afirmar, como en otro tiempo Pablo: «completo en mi carne lo que falta de las tribulaciones de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). Por la asociación a la pasión del Señor somos también conducidos a poseer la gloria de Cristo resucitado: «siempre llevando en el cuerpo, de acá para allá, la situación de muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 10).

De modo semejante no nos es lícito entristecernos por la muerte de los amigos «como los demás, que no tienen esperanza» (1 Tes 4, 13). Por parte de éstos, «con lamentaciones lacrimosas y con gemidos» «se suele deplorar una cierta miseria de los que mueren o su extinción casi total»; a nosotros, como a Agustín en la muerte de su madre, nos consuela este pensamiento: «ella [Mónica] ni moría miserablemente ni moría del todo».

Este aspecto positivo de la muerte sólo se alcanza por un modo de morir que el Nuevo Testamento llama «muerte en el Señor»: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor» (Apoc 14, 13). Esta «muerte en el Señor» es deseable en cuanto que lleva a la bienaventuranza, y se prepara con la vida santa: «Desde ahora, sí -dice el Espíritu-, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Apoc 14, 13). De este modo, la vida terrena se ordena a la comunión con Cristo después de la muerte, que se obtiene ya en el estado de alma separada, que es, sin duda, ontológicamente imperfecto e incompleto. Porque la comunión con Cristo es un valor superior a la plenitud existencial, la vida terrena no puede considerarse el valor supremo. Esto justifica en los santos el deseo místico de la muerte, que, como hemos dicho, es frecuente.

Por la vida santa, a la que la gracia de Dios nos llama y para la que nos ayuda con su auxilio, la conexión original entre la muerte y el pecado como que se rompe, no porque la muerte se suprima físicamente, sino en cuanto que comienza a conducir a la vida eterna. Este modo de morir es una participación en el misterio pascual de Cristo. Los sacramentos nos disponen a esa muerte. El bautismo, en el que morimos místicamente al pecado, nos consagra para la participación en la resurrección del Señor (cf. Rom 6, 3-7). Por la recepción de la Eucaristía, que es «medicina de inmortalidad», el cristiano recibe garantía de participar de la resurrección de Cristo.

La muerte en el Señor implica la posibilidad de otro modo de morir, a saber, la muerte fuera del Señor que conduce a la muerte segunda (cf. Apoc 20, 14). En esta muerte, la fuerza del pecado por el que la muerte entró en el mundo (cf. Rom 5, 12), manifiesta, en grado sumo, su capacidad de separar de Dios.

Pronto se formaron, y por cierto bajo el influjo de la fe en la resurrección de los muertos, costumbres cristianas para sepultar los cadáveres de los fieles. El modo de hablar expresado en las palabras «cementerio» (en griego, êoéìçôÞñéov = «dormitorio») o «deposición» (en latín, «depositio»; derecho de Cristo a recuperar el cuerpo del cristiano, en oposición a «donación») presupone esa fe. En el cuidado que se tiene con el cadáver, se veía »una obligación de humanidad», pero «si los que no creen en la resurrección de la carne, hacen estas cosas», han de prestarlas especialmente aquellos «que creen que esta obligación que se cumple con el cuerpo muerto, pero que ha de resucitar y permanecer en la eternidad, es también, de alguna manera, un testimonio de esta misma fe».

Durante mucho tiempo estuvo prohibida la cremación de los cadáveres, porque se la percibía históricamente en conexión con una mentalidad neoplatónica que mediante ella pretendía la destrucción del cuerpo para que así el alma se liberara totalmente de la cárcel (en tiempos más recientes implicaba una actitud materialista o agnóstica). La Iglesia ya no la prohibe, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana». Hay que procurar que la actual difusión de la cremación también entre los católicos no oscurezca, de alguna manera, su mentalidad correcta sobre la resurrección de la carne.

Fuente: es.catholic.net